Emilia Pardo Bazán El mandil de cuero Érase que se era un rey de Persia a quien muchos llaman Nemrod, pero que según versiones más fundadas debió de llamarse Doac, y fue matador y suceSor de aquel Yemsid cuyo pecado consistía en creerse perfecto. Este Doac era mago, brujo y sabidor; pero en vez de ejercitar su ciencia según la habían ejercitado sus predecesores- fundando ciudades, enseñando y propagando artes e Industrias, venciendo en singular batalla a los divos o genios del mal, estableciendo las primeras pesquerías de perlas, horadando las primeras minas de turquesas, popularizando el conocimiento del alfabeto y de los signos que, trazados sobre ladrillo o piedra, conservan a través de las edades el recuerdo de los hechos insignes-, el empecatado Doac sólo utilizó su magia para componer y destilar filtros venenos y refinar ingeniosos suplicios, porque se deleitaba en el dolor y los gemidos eran para él regalada música. Hasta el reinado de Doac no sabían los persas cómo des-garra las carnes un haz de varillas, ni cómo aprieta la nuez una soga. Cuando se pregunta qué enseñó Doac a sus súbditos, la crónica responde que enseñó a azotar y a ahorcar. Cansado sin duda el cielo, infligió a Doac un padecimiento cruel y vergonzoso: una mañana, al disponerse a gozar de las delicias del baño, notó el rey que en cada hombro le había salido gruesa verruga, tamaña como un huevo y de la mismísima figura que una cabeza de serpiente -chata, verdosa, horrible. Al principio no dolían las tales excrecencias, pero no tardaron en ulcerarse y causar atroz martirio, que determinaba en Doac accesos de rabia, siendo lo peor que, como no quería enseñar a los médicos ni a persona viviente su asqueroso alifafe, tenía que lavarse, curarse y vestirse solo, y atender a las úlceras con las plastas y los ungüentos que encontraba en su repertorio mágico.